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Entro al bar con la intención de despejarme un poco. Estuve toda la mañana dándole vueltas a esa historia que mi editor me está pidiendo y que no consigo escribir. No se me ocurre nada.
No hay mucha gente, una mujer que está guardando sus cosas dentro de su cartera, a punto de retirarse; un joven con su teléfono y auriculares, abstraído de todo y una pareja, sentados uno frente a otro, en un incómodo silencio. Detrás del mostrador, el encargado del local acomoda la vajilla limpia que trae de la cocina.
Elijo la mesa junto a la ventana y de espaldas a la puerta. Me acuerdo de las palabras de mi hija que siempre me dice que tengo que sentarme de frente a la puerta, así puedo estar atento a quien entra y quién sale, por si pasa algo. Me quedo donde estoy, la vista que me ofrece la ventana es mucho más atractiva que la que me brinda la entrada. En definitiva, se está por largar a llover y no creo que venga nadie más.